miércoles, 5 de febrero de 2014

Para quienes quieran leer buena prosa sobre el periodismo.- Discurso Pronunciado por Esteban de las Heras en su recepción pública como Académico Numerario en la Academia de Buenas Letras de Granada, el 27 de Enero de 2014: "Oficio de Vísperas".-






DISCURSO
PRONUNCIADO POR EL
ILMO. SR. DON ESTEBAN DE LAS HERAS BALBÁS
EN SU RECEPCIÓN PÚBLICA
COMO ACADÉMICO NUMERARIO
Y
CONTESTACIÓN
DEL
ILMO. SR. DON JACINTO S. MARTÍN MARTÍN
ACTO CELEBRADO EN EL PARANINFO
DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
EL DÍA 27 DE ENERO DE 2014
GRANADA
MMXIV
Edita: © Academia de Buenas Letras de Granada
Apartado de Correos 1013
18080 GRANADA
http://www.academiadebuenasletrasdegranada.org
Imprime: Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones, S.L., Granada
Depósito Legal: Gr-675-2013
DISCURSO
DEL
ILMO. SR. DON ESTEBAN DE LAS HERAS BALBÁS
Oficio de Vísperas

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Excmo. Sr. Presidente
Excmos. e Ilmos. Sres. y Sras. Académicos
Señoras y Señores:
ANTES de comenzar mi discurso, el corazón manda y la
cortesía obliga a mostrar mi sincero agradecimiento por
el inmerecido honor de haber sido elegido como miembro
de esta noble institución. Que de ello quede constancia.
El tercer milenio y el desarrollo de las nuevas tecnologías
han trastocado de tal modo la vida cotidiana que el sistema
de relaciones y costumbres que nos servía para la convivencia
ha pasado al desván de lo caduco, donde el polvo
y el olvido le sirven de mortaja. En apenas treinta años
han cambiado profundamente las naciones, los mapas, las
familias, los transportes, la casa y la enseñanza; el trabajo
y el ocio; alimentos, costumbres, horarios y rutinas. De
aquel mundo que se nos antojaba permanente sólo quedan
recuerdos, cachivaches y la memoria del tiempo que el
salmista dejó escrito en honor de Yahveh para invocar su
nombre cuando llega la tarde.
Al recordar el pasado,
me dejo llevar por la nostalgia:
¡cómo iba en medio de la multitud
y la guiaba hacia la Casa de Dios,
entre cantos de alegría y alabanza,
en el júbilo de la fi esta!
(Versículo quinto del Salmo 42)
Muchas veces, en estos turbios años, me he acordado
de aquella tarde inolvidable junto al ciprés del claustro
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de Silos y, más tarde, el canto gregoriano en el templo
que para su desventura levantó Ventura Rodríguez sobre
los cimientos de la primera iglesia románica. Porque los
Oficios de Vísperas son los del alma angustiada que pide
auxilio a la divinidad cuando se ve desnortada. La ansiedad,
la incertidumbre y la zozobra se mezclan con los recuerdos
jubilosos de un pasado que nunca ha de volver. Es la
constante eterna del anhelo por recuperar la edad de oro,
la fuente de la eterna juventud, la imaginaria Arcadia, el
paraíso de las tres religiones. Esa obsesión por recobrar el
tiempo dorado y perdido se agudiza cuando los cimientos
del tiempo presente han perdido su solidez y amenazan
con derrumbarse.
Son las Vísperas tiempo de melancolía y también de
angustia y congoja; horas de inquietud y desánimo, pero no
llegan a ser el Ofi cio de Difuntos como el que, afl igido y
temeroso, preparaba el padre Solana en la novela homónima
de Arturo Uslar Pietri para el funeral del dictador venezolano
Aparicio Peláez –trasunto del dictador Juan Vicente
Gómez Chacón–, una obra en la que pinta la historia de
su país, repetida casi miméticamente en nuestros días con
Hugo Chávez y Nicolás Maduro, y que es una más dentro
del amplio repertorio de novelas y escritores que se ha
nutrido en las vidas de los nuevos césares alimentados por
el militarismo endémico en la América Latina.
Una constante en la literatura es la reconstrucción del
tiempo perdido, el anhelo por sobrevivir a los sueños. Ahora,
en estos años turbulentos en los que aquello que era sólido
se ha derrumbado, como nos recuerda Antonio Muñoz
Molina, parece como si todo tuviera un aire provisional,
caduco, efímero, como de cambio de época histórica o de
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profunda crisis de la sociedad, si nos fi amos de los vaticinios
de quienes estudian el comportamiento de las gentes.
En su Gramáticas de la creación, George Steiner nos
dice: “Hoy en día, en las actitudes occidentales [...] los
reflejos, los cambios de percepción pertenecen al mediodía
y al atardecer. En la cultura occidental ya han existido
sensaciones anteriores del final y fascinaciones por el
ocaso. Testigos de la filosofía, de las artes, historiadores
de los sentimientos señalan ‘los tiempos de clausura en
los jardines del Oeste’ durante las crisis del orden imperial
romano, durante los temores al Apocalipsis cuando se
aproximaba el Año Mil, en el comienzo de la Peste Negra
y en la Guerra de los Treinta Años. Estos movimientos
de decadencia, de luz otoñal y desfalleciente siempre se
han unido a la conciencia de los hombres y mujeres de la
decrepitud, de nuestra común mortalidad”.
Steiner ha influido notablemente en el discurso intelectual
europeo desde los años sesenta del pasado siglo.
Desde que comienza a sentirse “un cansancio esencial en
el clima espiritual del fi n del siglo XX”; cuando se alargan
las sombras que nos hacen doblarnos hacia la tierra, pese
al hecho evidente de que el tiempo y la esperanza de vida
aumentan. Va desapareciendo aquella idea suya de Europa
como un café, donde se escribe poesía, se conspira y se
filosofa. Aquí, en Granada, se salvó el edificio del Suizo,
pero desapareció aquel salón que acogía el ambiente cultural,
artístico y político de la ciudad.
En la hora presente, cuando los más pesimistas o los
más engolados, siguiendo a Umberto Eco, afirman que
estamos entrando en una nueva Edad Media; ahora que
sentimos cómo un sistema de vida está tocando a su fi n,
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cuando las letras, su estudio y su profesión andan tan mal
paradas –si bien esta ha sido una enfermedad crónica en
todas las épocas–, ahora que el mundo editorial se asoma
aterrado a los ventanales del nuevo día con el temor de
que sea el último de su actividad; cuando los periódicos
están en esa profundísima crisis de identidad a la que les
ha llevado la voracidad y la soberbia de algunas empresas,
dominadas por una arrogancia desmesurada, alucinadas por
el mito de las nuevas tecnologías... Ahora que todo esto
ha abierto las compuertas del miedo y la inseguridad en el
trabajo dentro de las redacciones, cuando la sobrecarga de
tareas exige un esfuerzo titánico a los informadores para
mantener la coherencia, dignidad e independencia de los
medios; en esta hora es cuando al rayar el alba, con la
tinta aún fresca en sus páginas, repaso el periódico y me
parece estar leyendo a los Alonsos de Ercilla del siglo XXI
que, sobreponiéndose a las adversidades que martirizan su
espíritu por la precariedad laboral, no dejan que se ahogue
su profesionalidad, mantienen su independencia y van dando
cuenta puntual de un mundo que agoniza. Son los últimos
quijotes del periodismo, que tienen ya al enemigo en casa.
Se les ha infiltrado con las nuevas tecnologías, con las
modernas redes sociales, con el pandemónium de Internet.
El periodismo había logrado convertir el mundo en una
aldea global. Los medios de comunicación se configuraban
como factorías de ideas provenientes de su entorno y del
exterior, que eran procesadas con celo profesional para hacer
partícipe a la comunidad de los problemas, inquietudes,
angustias y logros de la misma. Para los profesionales, al
menos los profesionales de la época –que ahora viven su
atardecer, sus Vísperas–, la libertad y la independencia han
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sido siempre su bandera. Más que el cuarto poder era el
contrapoder. Para el lingüista y filósofo Noam Chomsky, el
papel de los medios de comunicación debe atenerse a estos
dos principios: ofrecer una información completa, limpia
e imparcial y mantener su misión de vigilantes para evitar
que quienes ostentan el poder atenten contra las libertades
básicas de los individuos.
Sin embargo, hay medios que quieren mantener al público
alejado de los verdaderos problemas de la sociedad
y lo entretienen con bagatelas. No me gusta en demasía el
periodismo de muletas, que es aquel que practican quienes,
para fortalecer sus argumentos, se apoyan en textos de otros
escritores o filósofos –a los que conceden el principio de
‘auctoritas’–, pero a veces es necesaria la cita y por eso
traigo esta que publicaba Arcadi Espada el 12 de octubre
del pasado año en El Mundo, refiriéndose al diario liberal
El Sol del primer tercio del siglo XX: “Como negocio
y como producto intelectual, vivía de una sutil trama de
relaciones comerciales y culturales que es la que define el
periódico moderno y que puede resumirse en esa corrupción
feliz de que lo más leído ayuda a financiar lo mejor
dicho. Esa interesante trama que el submundo digital está
despellejando y sin la que tal vez ni Olariaga ni Ortega
habrían podido llevar a cabo su objetivo intelectual. Y que,
desde luego, no es la trama exclusiva del periódico sino
del sistema cultural genérico que empieza a imprimirse
con Gutenberg”.
A los espíritus nostálgicos, sensibles y educados, este
ocaso, este canto de cisne, este estertor, catarsis y derrumbe,
se les antoja una época soberbia para conocer las debilidades
del ser humano. Es el tiempo de los perdedores y de las
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derrotas, el mismo que les tocó vivir a los troyanos frente
a los aqueos; a los nazaríes frente a los castellanos, o a las
tropas de Rodrigo en las márgenes del Guadalete. Es una
etapa épica la que acompaña a los grandes cataclismos y
que luego otros Homeros y Virgilios, para evitar el olvido,
van componiendo con el lenguaje de los dioses y los
lamentos de la edad de oro perdida, con la grandeza de lo
efímero y la permanente crueldad del ladino y bellaco que
se hospeda en las sentinas del alma humana. No podemos
cerrar los ojos ante la evidencia de que la sobriedad, la
gallardía, la ética y la solidaridad son valores en franco
retroceso y la confirmación de su pérdida produce en el
ánimo una infinita melancolía al recordar aquellos buenos
días perdidos.
El tiempo es cíclico e invariablemente se repite; los
meses del calendario y los minutos de los relojes son una
falacia, porque el tiempo siempre es el mismo y nunca pasa.
Pasamos nosotros, tontivanos y engreídos, que gastamos la
vida persiguiendo quimeras y ‘whatssapp’, mientras asistimos
impertérritos a la nueva ruina de Nínive, olvidados
del salmista del libro de Nahum que nos avisa de que han
desnudado a la reina, que “sus servidoras lloran y gimen
como palomas y se dan golpes de pecho” y que “Nínive
parece un estanque de aguas, pero de aguas que se van”.
El tiempo nos marca a todos. A los nostálgicos y
manriqueños los hace mirar hacia atrás; a los mostrencos
hacia el presente y a los inquietos y visionarios hacia el
futuro. Nadie puede atrapar el tiempo, porque sería como
intentar atraparse a uno mismo. Anochece en la edad de
hielo de la vejez y amanece en los lloros de una cuna,
pero siempre permanece inaprensible, inconsútil, volátil
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como los segundos, festivo como los minutos, bufón como
las horas.
En este tiempo de modernos Boabdiles y redivivos
pensadores ganivetianos, siempre doloridos y siempre pesimistas,
añorantes de un mundo inaprensible, muchas veces
soñado, entrevisto en la niñez y sin remisión perdido, es
cuando se oyen los lamentos de otros Boecios que, ante la
ruina de la nueva Roma, cual es esta Europa que tan sólida
parecía, se devanan los sesos buscando una razón ante tanto
desatino como nos rodea, en el que vemos triunfar a los
malvados y truhanes, mientras se hunden los justos, que,
al comprobar tal desafuero, sólo encuentran consolación
en el desencanto, la decepción y la apatía.
Es indudable que estamos llegando al final de una era;
que somos los últimos que vimos el girar de la rueca y el
arado romano; la colada en el río y las bestias de carga;
el agua en los aljibes y la mies en los trojes. Pero no
quiero que estas líneas parezcan unos apuntes para el ya
descartado Oficio de Difuntos de un sistema de vida y del
tiempo que marcó el paso por la tierra de nuestra sociedad
en los últimos sesenta años. Es más bien un viaje por
esos canales imprecisos de recuerdos donde aparecen unas
pequeñas capillas de madera, talladas en estilo neogótico,
con un santo o una virgen en su interior y que marchan
de casa en casa para recibir una limosna en su ranura y
unas horas del tímido fulgor que aporta la lamparilla de
aceite; iconos de la fe de nuestras madres, recuerdos de
aquel tiempo de penurias, que rotaba entre escarchas y
aquilones; de pobres azotados por el hambre, con capotes
de guerra atestados de piojos, que atajaban por trochas
de fango o sendas polvorientas para llegar con luz a la
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pobrera, aquel refugio habilitado por la caridad de Lucía
Valcabado, como decía la placa de la puerta, para dar ‘pan
y lumbre’ a los menesterosos.
No voy a fabricar un miserere con aquella memoria
de silbidos del tren ya anochecido, que traía el aceite de
estraperlo y se llevaba gallinas y embutidos. Ni de los
atardeceres junto al río para pescar los barbos de la cena. Y
tampoco de las largas tardes de domingo releyendo tebeos
de aventuras, mientras la madre repasa en su revista las
gracias recibidas por la gloriosa intercesión de San Antonio,
o se lamenta por el martirio cruel en Indochina del
beato Valentín de Berriochoa. Una revista de papel posteta
que se titula El Pan de los Pobres, a la que está suscrita
y a la que envía peticiones de salud para la abuela junto
al óbolo que luego se refleja en la sección de ‘Limosnas
recibidas’. Son retazos de la crónica de lo caduco, de lo
efímero, de lo que nunca más ha de volver, ni a envolvernos
en sus recuerdos sin aristas, en sus apacibles horas de
ensueños solitarios, fantasías sin base, edificios de aire y
casas de humo.
Todo aquello, con cantares de siegas y de trillas, los
juegos infantiles en la plaza, los padres afanosos en los
campos, las madres en la misa y la novena, los maestros
ganando una perrillas por dar las permanencias a los mozos,
campanas que anuncian defunciones y pregones alegres
porque ha llegado el circo, con funciones de noche en
el trinquete. Todo aquello era el tiempo interminable en
que estaban tasadas las labores y los ratos de asueto y el
descanso. Era el tiempo en que nos colgaban del cuello
escapularios de la Virgen del Carmen para evitar que el
maligno metiera en nuestra alma la simiente de la cizaña; el
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tiempo en que podíamos sacar la bula de la Santa Cruzada
para eximir a la familia de la prohibición de comer carne
durante la Cuaresma. Y veo ahora en un viejo cajón de mi
memoria aquellos pliegos de papel de barba en la sacristía
de la iglesia, por donde desfilaban las mujeres para pagar
el estipendio obligado y llevarse a casa el papelón en el
que, escrito con grandes caracteres, se leía: “Nos doctor
don Enrique, del Título de San Pedro In Montorio, Presbítero
de la Santa Iglesia Romana Cardenal Plá y Deniel,
por la misericordia divina Arzobispo de Toledo, Primado
de las Españas y Comisario General Apostólico de la Bula
de Cruzada…”, encabezamiento al que seguía un texto de
letra menuda que a nosotros se nos hacía indescifrable.
En aquella sociedad meseteña, pobre y orgullosa, transcurría
la vida rutinaria que iba marcando el calendario. Con
arados romanos y yuntas de mulos se arañaban barbechos,
se labraban majuelos, se trillaba la mies. Se procesionaban
santos para pedir la lluvia, se oía misa todos los domingos
y fi estas de guardar, se amasaban hogazas para ayudar al
maestro en su subsistencia, se bailaban pasodobles en las
fi estas y se cantaba el miserere en Viernes Santo. Llegada
esta necesidad de repasar la vida ya gastada y el mundo
fenecido, me encuentro con la cama del obispo que la abuela
guardaba en el desván y que había heredado de su abuela.
Tener en propiedad una cama en la que había dormido el
señor obispo de Osma fue para ella como poseer las llaves
del cielo. Conservaba en un cajón de su cómoda las sábanas
y la colcha que acogieron el sueño de Su Eminencia,
y que nadie de la familia volvió a usar. La posesión de
aquellas reliquias era para ella su pasaporte hacia el cielo,
y les daba más valor que a la Sábana Santa de Turín, al
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Santo Rostro de Jaén, o al mantel de la Santa Cena que
conserva en su museo la catedral de Coria.
Es el peligro que traen estas cosas. Que nos ponemos
a hurgar en novenarios, sacristías, misales y latines y nos
encontramos con todo un mundo mágico de reliquias y
trisagios, envuelto en la fe sencilla y remota, que nos vino
a esta tierra, generosa en sangre y tacaña en agua, tras las
guerras de los Escipiones y Perpennas, a lomos de leyendas,
desde los campos de Palestina. El paso de los siglos fue
ahormando reglas, costumbres, cánones y dicasterios que
velaban para evitarnos las penas del infierno. Monasterios,
ermitas, iglesias y conventos fueron llenándose de exvotos
y reliquias, a las que la fe atribuía poderes milagrosos. No
todo templo podía tener un ‘lignum crucis’ o un trozo de la
mandíbula de San Juan, pero sí llegaba hasta el más remoto
rincón un pequeño pedazo de la tela que en su tiempo
había cubierto el cuerpo de un santo, una virgen, un mártir
o un beato. También mi madre logró, por su constancia en
la suscripción a El Pan de los Pobres, un mínimo trozo
del hábito de aquel Valentín de Berriochoa, decapitado en
Vietnam por defender su fe. Las remembranzas de esta
simple credulidad, fruto de los tiempos oscuros, producen
una cierta ternura al recordarlas. Pero cuando notamos que
aquellos pocos hilos de estameña han sido permutados
por burdos remedios-milagro anunciados en los actuales
medios de comunicación, o visitas y consultas a videntes
y santones, obligado es constatar que algo anda mal en
este tiempo de cimientos de barro y torres de arena que
se nos antojaba más maduro.
El viento de los años se llevó aquella vida y sus afanes,
aunque no podamos precisar cuándo comenzó el derrumbe
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y cuánto duró la agonía. Pero en algún momento empezó
a moverse el tiempo. Más o menos cuando el profesor
de Latín nos enseñaba a traducir a Horacio. “Si fractus
illabatur orbis impavidum ferient ruinae”. Asistimos impasibles
al desplome del mundo que se hundía, aunque
no adoptáramos aquella impavidez y estoicismo por seguir
los consejos del poeta que poco después nos animaba a
gozar del momento presente, sino por pura ignorancia. Y
desapareció en las cloacas del pasado un estilo de vida que
provenía de la noche de los tiempos. Arrastró en su caída
al último latín hablado, que celosamente había guardado
la Iglesia, y ella misma lo desterró de sus templos porque
llegaron aires de ‘aggiornamiento’. Así sucumbió nuestra
lengua madre, que había sido el armazón de Europa y
que hasta el siglo pasado servía a los ciudadanos de la
Cristiandad para entrar a la vida y salir de este mundo.
De aquel modo de vida que llevaba siglos dando vueltas al
tiempo, mientras el tiempo lo cercaba, que se reproducía
como las estaciones del año y el calendario festivo, como
la fl or en los cerezos y el cálido vagido del recental en el
aprisco, apenas quedan en estos días unos pocos vestigios
que permanecen en comarcas aisladas, a donde no han
llegado aún los dinamiteros de la tradición.
Volvimos por entonces a escuchar de madrugada el
silbido del tren, que ya no traía aceite y azúcar de estraperlo,
sino que se llevaba jirones de vidas rotas junto a un
montón de maletas y paquetes liados con cuerdas en los
que habían metido sus pocas pertenencias y sus muchos
recuerdos. También esperaban en el andén, con el viento
racheado del adiós, vidas jóvenes cuyo único equipaje eran
sus sueños. Ni los herederos espirituales de Fray Luis de
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León ni de Horacio, con sus ‘beatus ille’, ni tampoco del
intrigante obispo de Guadix y Mondoñedo fray Antonio de
Guevara con su Menosprecio de Corte y alabanza de aldea
pudieron retener a aquella juventud que anhelaba horizontes
más abiertos, ciudades más pobladas, nuevos lugares de
evasión y más centros de trabajo; todo eso que resumían
en “abrirse paso en la vida hacia un mundo mejor”.
Por aquellos viajes sin billete de vuelta, en busca de una
tierra de promisión nunca alcanzada, muchos nos percatamos
de que nuestro mundo era más ancho, más ajeno, más
ignoto, y que teníamos la obligación moral de conocerlo. En
ese mundo estaba este país, lleno de cicatrices, con llagas
ya cerradas y otras aún abiertas, con una historia cruel
y atormentada. Venimos del horrendo pecado de guerras
fratricidas, avezados caínes desde los prerromanos. La madre
de todas las batallas aquí tuvo su asiento, con esputos
de rabia y mezquindades a espuertas. Algaradas, saqueos,
alborotos. Incursiones, batidas, degollinas sin cuento y sin
cuartel. Amores imposibles, emboscadas, raptos y celadas.
Una guerra de siglos sin final, con falcatas y lanzas en su
origen, con alfanjes y espadas, con derviches y ulemas o
monjes estrategas y guerreros temerarios, emires caprichosos
y nobles fanfarrones. Visires, condestables, condes, duques,
reyes bastardos y príncipes destronados, que llenaron los
viejos cronicones con sus vidas y hazañas, habían cubierto
de gloria y luto lo que los historiadores románticos llamaban
el solar patrio.
De aquellos terremotos y avatares destacan dos conflic-
tos que forjaron la historia, apellidada Moderna: La
Guerra de Granada y la Guerra de las Comunidades, dos
contiendas románticas y deformadas por los vencedores;
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dos de los muchos costurones que han forjado, a veces
muy a su pesar, la historia de estos campos por donde
vaga, desde la noche de los tiempos, la sombra de Caín
que vio Machado. Y esta heredad de mansos palomares y
buitreras, de nidos de cigüeñas y charcas malolientes, de
choperas, carrascos y encinares, de olivos, de tabaco y de
pinares, de cantares de gesta y envidias amarillas, se ha
ido agotando en luchas fratricidas, en polémicas aldeanas,
en diatribas estériles, para las que no se encuentra una
vía muerta donde dejarlas aparcadas a la espera de que el
relente de las nuevas madrugadas las vaya oxidando hasta
que queden inservibles. Forman como un sarcoma contra
el que se han quebrado los bisturíes de los cirujanos de
hierro que de tarde en tarde aparecen con el ropaje de
Ángel Ganivet o Miguel de Unamuno, de Lucas Mallada
o Joaquín Costa; de Zubiri, Morente, Ortega, Marías..., de
estos Alonsos Quijanos que se han esforzado y se esfuerzan
por insuflar vida –cuando los medios de comunicación les
abren un hueco– al pensamiento plano de una sociedad
adocenada, que sólo se despierta ante el ruido del oro, la
voz de la mangancia, la ambición del pelotazo, la envidia
hacia quien se esfuerza y destaca, o los enredos de la
picaresca, que son en definitiva los que han pasado a ser
el vademécum con el que ir sorteando los badenes por los
que arrastramos el paso de los días.
Apagados los velones de la decencia, de la honestidad,
del esfuerzo y de la ética, la vida intelectual se ha empobrecido
tanto que la inquietud por el saber se ha refugiado
en las citas literarias y los pensamientos filosóficos que nos
ofrecen los sobres de los azucarillos para el café matinal
o el té de media tarde. No es que nos haya sorprendido
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el hundimiento de la Sociedad del Bienestar, es que nunca
hubo tal mundo. No era nuestra seña de identidad obrar y
trabajar para subirnos al carro de la prosperidad, sino subirnos
al carro si conseguíamos que otro laborase en nuestro
lugar. Aquí siempre han abundado los pícaros, que crecen en
tiempo de penurias, y apenas quedan ya aquellos místicos,
paladines e hidalgos que vieron Fernand Braudel, Américo
Castro, Marcel Bataillon o Claudio Sánchez Albornoz. Ahora
nos toca asumir el estupor y la sorpresa al ver cómo se
derrumba un mundo que iba a sacudir todas las ataduras
morales, todos los anclajes con la historia, todo un estilo
de vida que veníamos arrastrando desde la edad remota y
se aprestaba a laminar todo vestigio de irracionalidad escondido
en religiones, costumbres, tradiciones y banderas.
Por un momento creímos que iban a desaparecer los nacionalismos
y la mentalidad aldeana, que al ciudadano que
abandonaba su cama a las siete de la mañana comenzaban
a preocuparle los mismos problemas ya recibiese la caricia
del sol en Gdansk o en Palermo, en Oporto o Budapest,
en Granada o en Estocolmo. Era como si el espíritu de
los europeístas que venían alimentando la llama de Erasmo
desde hace quinientos años hubiese comenzado a fructifi -
car. Y así pudo parecer a algunos iluminados. Así parecía
ser en el primer mundo, en la Europa que se imaginaba
a sí misma ya uniforme, limando fronteras, exportando
democracia, tendiendo redes económicas, modernizando
carreteras y racionalizando la agricultura. Pero eso no
llegó a regir en este país, ni en este rincón nazarí, que
lleva siglos lamiéndose sus heridas.
Este mal de la piedra, que asuela los cimientos de la
nación, no es privativo nuestro. Es el modo peculiar de vida
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que forma parte de la herencia cultural de los pueblos mediterráneos.
Desde aquellos aqueos que engañaron a Príamo
con el caballo de Troya hasta la turbiedad que envuelve a
los partido políticos, desde la venta de reliquias a los reyes
francos por comerciantes griegos de Constantinopla hasta
la ‘tangentópolis’ italiana, no hay sino un largo camino,
o mejor, un estilo de vida que como el estiércol sirve de
sustento a la sociedad. No podemos caer en la trampa saducea
de arrojar nuestros dardos sobre la podredumbre de
la clase política, porque es sólo una pequeña proporción de
esta calamidad. La descomposición toca a toda la sociedad,
a todos los medios y a todos los tiempos.
Desde que amanece, a todas horas, alguien nos informa
de nuevos descubrimientos, de modernos artefactos que nos
van a simplificar la vida, de adelantos tecnológicos que nos
librarán de servidumbres milenarias, de inundaciones mortales
y de horrorosos naufragios, de hirientes hambrunas y
de escándalos políticos, de polémicas estériles y proyectos
imposibles. Y todas las tardes, en este Oficio de Vísperas,
al repasar el día sentimos que vivimos en la era de la
información completamente desinformados. Las noticias,
los rumores, los infundios, los chismes, las patrañas, las
declaraciones, las confidencias forman una batahola, una
algarabía mental que nos impide la serena reflexión y el
raciocinio. El torrente de información que, antes de la
aparición de este tiempo que declina, se iba articulando
y ensamblando por los profesionales de los medios, nos
llega ahora desde cientos de canales, embrollado y confuso.
Los medios, y la sociedad en general, han aceptado como
mal necesario tal estado de cosas que está propiciando la
agonía de la profesión periodística. Aquella fortaleza de
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este cuarto poder, aquellos complicados entramados de
sensibilidades distintas, opiniones contrapuestas, estilos
diferentes, análisis críticos y humor sarcástico, todo ello
bajo el paraguas de la independencia, de la que cuidaban
directores y redactores-jefes con un sentido de veneración
y entrega mayor que el que han tenido los sacerdotes de
cualquier religión hacia el Ser Supremo, todo aquello corre
el peligro de ser arrastrado por la misma ola que antes
había empapado la arena, con la que aquellos iluminados
construyeron este castillo. La prensa tiene que dar un nuevo
impulso a su cometido de comentarista y analizadora de la
realidad: esa misión de guía que le demandaban y demandan
los lectores, y reconducir, en un ejercicio de decencia
moral, esa aceña que ha abierto en su propio edificio a
través de las ventanas de los opinadores espontáneos, por
la que llega una avalancha de simplezas y rencores, fruto
de ganapanes que se convierten en predicadores de frontera,
misioneros de vicios y pasiones, inquisidores de la
tradición y jueces de tribunales populistas y demagogos.
Dice Umberto Eco que “Internet es como la vida, donde
te encuentras personas inteligentísimas y cretinas. En Internet
está todo el saber, pero también todo su contrario
(la ignorancia), y esa es la tragedia”.
Cuando está a punto de zozobrar la barcaza en la que
navegamos y cuando a cada hora que pasa vemos cómo
se difumina la línea de la costa, que creíamos sólida,
nos sumerge en los océanos de la inquietud no saber con
certeza si avanzamos hacia un nuevo siglo de las luces o
hacia una nueva esclavitud. El oleaje de la perplejidad y
el rebalaje de las suspicacias propician el sentimiento de
pérdida del libre albedrío, de la capacidad de raciocinio,
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ante esta tolvanera de teclas y pulsaciones con la que nos
comunicamos como autómatas con las yemas de los dedos,
olvidando la armonía de la palabra hablada, discutida, razonada.
En esta hora del ocaso muestran toda su grandeza
los periodistas que aguantan en el bastión filipino de Baler
o tras las murallas carbonizadas de Numancia defendiendo
su independencia, frente a los invasores que pretenden
atrapar hasta nuestro subconsciente.
El Oficio de Vísperas va tocando a su fi n e intuyo que
me he dejado arrastrar por la nostalgia hacia los meandros
donde habitan las ranas de la infancia y los peces indolentes
de la añoranza, o por las aguas calientes en las que navega
Maqrol el Gaviero, entre los amores de Ilona y Larissa.
He sacado de la patria de la niñez a aquel niño que Miguel
Delibes vio en cualquiera de los pequeños pueblos castellanos
y que bautizó como Daniel el Mochuelo o Roque el
Moñigo. Puede parecer un sentimiento otoñal y derrotista,
que ha olvidado el repaso obligado de la obra de Larra y
de Clarín, de Roque Barcia o Julián Juderías, de Carmen
de Burgos, Ciro Bayo o César Silió. Han debido aparecer
en este escrito los nombres y citas de Julio Camba, Chaves
Nogales, Paco Umbral, Manuel Vicent, González Ruano,
Zamora Vicente, Vázquez Montalbán, Antonio Burgos,
Ignacio Camacho, o Cándido, Campmany o Millás. Y, por
supuesto, debería haber dejado constancia de la enorme
contribución de los periodistas y escritores granadinos en
pro de una sociedad más justa, más independiente, más
libre y más afable. Una inmensa nómina desde Pedro
Antonio de Alarcón, los Seco de Lucena, Francisco Ayala,
Melchor Almagro, Mesa de León o Antonio Gallego Morell
hasta los viejos compañeros de Ideal que me guiaron en
esta profesión cuando llegué a Granada de becario hace
más de cuarenta años, pero se me iban a olvidar cientos
de nombres. Todos ellos ocupan un lugar en la historia de
esta profesión, como lo ocupan, de manera preferente, en
mi memoria. Pero sí es obligado reconocer que todos ellos
ejercieron el verdadero periodismo –ese oficio sublime y
canalla que da vida al papel todas las madrugadas– y que
nada tienen que ver con los predicadores y salvapatrias a
los que sigue una inmensa multitud sin darse cuenta de
que los llevan hacia la granja de Orwell.
El Oficio de Vísperas anuda nostalgias y promesas,
temores y esperanzas, el sol azafranado de la muerte de
Osiris y la promesa del alba azul de los Maitines. El
tiempo seguirá girando sobre equinoccios y solsticios y el
hombre cambiará otra vez su sistema de vida amoldándose
a los nuevos tiempos. Mientras llega el día, permítanme
que recuerde a mi admirada Natalie Wood, recitando unos
versos de la Oda a la Inmortalidad de William Wordsworth:
Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
que en mi juventud me deslumbraba,
aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos,
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo.
Muchas gracias.
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ESTEBAN DE LAS HERAS BALBÁS
San Martín de Rubiales (Burgos), 1945
Licenciado en Periodismo (1971) y en Filosofía y Letras
(Sección de Historia y Geografía) (1979) por la Universidad
Complutense. Premio ‘Pedro Antonio de Alarcón’ y ‘Seco de
Lucena’ por la Asociación de la Prensa de Granada.
Su vida profesional ha estado ligada al periódico IDEAL,
del que fue subdirector desde 1985 a 2008. En su larga trayectoria
como periodista ha vivido en primera persona los últimos
38 años de IDEAL y ha trabajado en todas las secciones del
periódico, desde el reporterismo de sus primeros años hasta
la etapa de subdirector.
Como historiador coordinó numerosos suplementos especiales
editados por IDEAL con motivo de efemérides granadinas,
como los centenarios de Ganivet y Lorca, los 500 años de
la incorporación del Reino de Granada a la Corona de los
Reyes Católicos, el V Centenario del nacimiento de Carlos
V, la muerte de la reina Isabel la Católica, etc. Precisamente
sobre esta última conmemoración promovió la edición facsimil
del Testamento de la Reina Católica, que se conserva en el
archivo de Simancas, por lo que obtuvo el reconocimiento
oficial de la Real Academia de la Historia. También coordinó
el suplemento de los 75 años de IDEAL, un ejemplar de más
de 400 páginas, en el que se repasaba la historia reciente de
Granada a través del archivo gráfico del periódico y en el que
colaboraron 75 prestigiosas firmas de escritores granadinos o
vinculados a Granada, que evocaban cada uno de estos 75
años de vida del diario y los avatares de Granada en este
periodo de tiempo.
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Hasta finales de 2008 fue el responsable de Opinión del
periódico IDEAL, donde actualmente escribe una columna
semanal, que se publica los domingos bajo el título de Puerta
Real.
En 1980 fue director de la Hoja del Lunes.
En 2009 dirigió el Centro de Estudios Periodísticos de la
Fundación Andaluza de la Prensa y fue coordinador de su
Aula de Cultura.
Desde hace tres años dirige la revista ‘Cuadernos de la
tarde’, que edita el Gabinete de Calidad de Vida y Envejecimiento
de la Universidad de Granada.
Bibliografía
“Memoria de Juan Martín, El Empecinado”. El Dominical. 1974.
“Mujeres en la vida del Emperador.” Monográfi co de IDEAL sobre
Carlos V. 2000.
“Última visita”. Granada en cuento. Dauro. 2002.
“Verano del 70”. Sólo de amigos. Homenaje al poeta José G. Ladrón
de Guevara. Dauro. 2005.
“Y cerraron la pobrera”. EntreRíos, 2006.
“Bustos, la crónica del alma”. Ayer y siempre. Testimonios en homenaje
a Juan Bustos. Asociación de la Prensa. 2008.
Días de Romero y Oro. Granada, Folio Granada. 2009.
Fondo de almario. Granada, Ámbito Cultural. 2010.
“El garillo”. Cuentos del Vino. Editorial Cylea. 2013.
CONTESTACIÓN
DEL
ILMO. SR. DON JACINTO S. MARTÍN MARTÍN

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Excmo. Sr. Presidente
Excmos. e Ilmos. Sres. y Sras. Académicos
Señoras y Señores:
Con la entrada en la Academia de Buenas Letras de
Granada de Esteban de las Heras Balbás el periodismo
literario enriquece a nuestra institución. Esteban de las
Heras, burgalés de San Martín de Rubiales, es licenciado
en Periodismo y Geografía e Historia por la Universidad
Complutense de Madrid. Periodista granadino desde 1971,
ha sido subdirector del diario Ideal desde 1985 hasta 2008.
Su magnífico discurso de ingreso causa extrañeza poética
desde el título Oficio de Vísperas, es decir, trabajo realizado
tras la puesta del sol después del rezo del Ángelus.
Es la sexta hora canónica, que comienza aproximadamente
a las seis de la tarde. La división del día en siete partes
proviene del siglo VI y tiene su origen en el Libro de los
Salmos en el que se lee: “Siete veces al día te alabaré”.
La connotación religiosa da así a su vocación periodística
un sentido sagrado.
En este discurso de ingreso, así como en todos sus
artículos de opinión parcialmente recogidos en su libro
Fondo de almario, recomendable por su alta calidad
literaria, se aprecia el mestizaje genérico, en el que el
discurso descriptivo-argumentativo se mezcla claramente
con el discurso narrativo. Se impone este bajo la forma
de microrrelato, texto al que Irene Andrés Suárez defi ne
como cuarto género narrativo, el eslabón más breve en la
cadena de la narratividad, después de la novela, la novela
corta y el cuento.
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El nuevo género mixto de la columna se consagró defi -
nitivamente en España en 1996 cuando Francisco Umbral
fue galardonado con el Príncipe de Asturias de las Letras.
No sólo se premió al autor de Mortal y rosa, Trilogía
de Madrid o Leyenda del César visionario, sino que se
destacó, sobre todo, la calidad de su columna diaria como
una permanente lección de arte verbal, y la excelencia de
su estilo, capaz del vuelco lírico y la sátira contundente.
El Umbral de Los placeres y los días es, por antonomasia,
la creatividad léxica, la consagración literaria del
lenguaje vulgar, el lenguaje como subversión.
Recordemos algunos hallazgos geniales: “En casa del
pobre siempre huele a medicina”, “El pollo es la metáfora
popular del hambre nacional”, “Las Palmas es un lánder
alemán con camellos”, “Lagarto, lubina de secano, rúbrica
verde de Dios en la piedra”, “La Condesa de Chinchón,
nuestra Gioconda fea”…
Esta es la forma que se ha impuesto en los artículos de
opinión. En ABC García Barbeito deleita con una prosa
poética en la que podemos leer: “al amanecer, donde había
estado montado el sol, unas fl orecillas abrieron sus botones
y la mañana estrenó camisa” o “la criatura transparente del
río era un diario con ortografía de peces.”
También en ABC de Sevilla se aprecia el costumbrismo
sevillano de Antonio Burgos, que ofrece una ejemplar lección
de Literatura Española en su artículo del 16 de enero de
1998 titulado “Sanchez Mejías, con la Generación del 27”.
Manuel Alcántara, el maestro malagueño, afirma que se
está viviendo un gran momento del articulismo español.
Alcántara, para quien la poesía es el género supremo, no
sólo ennobleció sus columnas con el conocimiento de la
31
mejor literatura, sino que llevó a sus escritos temas variopintos,
como por ejemplo el boxeo del que era un gran
especialista.
Hay diez o doce excelentes prosistas en el periodismo
de los siglos XX-XXI, opina el escritor malagueño. Estos,
con la dificultad añadida de la actualidad, deben salpimentar
la noticia con la poesía, que es intemporal.
Don Esteban de las Heras Balbás es uno de los grandes
articulistas junto con, por ejemplo, César González Ruano,
Alcántara, Umbral, Barbeito, Burgos, Juan José Millás,
Manuel Vicent, José Luis Alvite, Raúl del Pozo, Ignacio
Camacho o Martín Ferrand, quien durante años remedió
soledades con su “Hora 25”.
El periodista burgalés-granadino domina el juego literario
del texto que se debate en la antítesis de un pasado
rescatado en endecasílabos (“con la fl or del almendro
como escarcha/ y el olor del romero en el ambiente”) y
un presente de macrobotellones, políticos “barcenados” y
“eremitas” y pobres genuflexos. Frente a la tradición de los
huesos de santo, la murga cutre del forastero Halloween.
Frente a la poética llegada de las cigüeñas al nacer febrero,
la permanencia de las mismas que quiebra la nostalgia
alimentándose en los vertederos hasta convertirse en bolsas
de basuras volantes.
La mayor parte de sus artículos son contrarios adverbiales,
entre un “no ya” ennoblecido y un “ahora” soportado,
que crean una prosa poética tan rica como la de Gabriel
Miró, la de Muñoz Rojas o la de Juan Ramón Jiménez.
Junto a la antítesis pasado-presente, el incierto porvenir,
el temido “tramo de silencio que aún no ha hecho ruido”,
un futuro imperfecto sometido por el quinto poder, el de
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los nuevos fenómenos sociales surgidos en torno a la red
de Internet.
A Internet, como ocurrió con la letra impresa, se le concede
el valor de la infalibilidad. No es un medio inocente.
La mayor información no garantiza que lo ofrecido sea
veraz. La alfabetización distraída lo llama Umberto Eco.
De la novela hemos pasado a la novela corta; de ésta, al
cuento; del cuento al microrrelato. Esta sudden fiction o
flash fiction debe defenderse ante la “literatura de azucarillo”,
puesta de moda en una suerte de enorgullecimiento
de la ignorancia mientras tomamos un té.
Y sin embargo todos los materiales pueden ser utilizables.
En el relato corto “Redes”, Juan Gracia Armendáriz
nos narra: Una noche soñé que papá me escribió un SMS.
Decía “Luis, toi solo… xq no vienes a vrme?”(…) Al llegar
a la oficina, encendí el ordenador y busqué en internet una
florería. Encargué un ramo de f ores, di la dirección del
camposanto y el número del panteón familiar. (…) Desde
entonces recibo multitud de mensajes, pero no de papá,
sino de desconocidos. Y todos comienzan del mismo modo:
“Luis, toi solo…”
Entre un pasado melancólico, un presente soportable y
un futuro incierto, el periodista de las Heras nunca olvidó
nada de lo que habían visto sus ojos. Su obra se ancla en
el recuerdo. Los griegos le llamaban a los poetas “retornos”
y Esteban de las Heras es un griego, es la memoria, las
vivencias pasadas por el tamiz del arte de una prosa creativa
en libertad. Afirma George Frederick Will, periodista en
The Washington Post, que un columnista está obligado a
utilizar la libertad. Ese es su trabajo. Su pensamiento, es
decir, su personalidad, debe expresarse en lo que haga. El
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columnista es un artista con una particular forma de ver
la realidad, con un estilo insobornable.
El estilo de Esteban de las Heras es el de un escritor
libre, insobornable, prudente, perfecto conocedor de la
técnica literaria que aplica al paraíso de la infancia y al
paisaje de Castilla del mejor Delibes.
Mientras el “ubi sunt” resuena como tambor hueco, el
maestro de las Heras, a veces, se oculta entre sus versos
y los prosifica horizontándolos: “mantiene la pereza en los
relojes”, “agosto congeló en la madrugada”, “otra vez son
arena los castillos”, “colgado de la lluvia llega el miedo”.
También las greguerías adornan sus textos: “febrero, el acné
juvenil del calendario”. A veces se desgrana una amorosa
letanía a la fi gura de la madre: “la que todo lo sabe”, “la
que nunca se cansa”, “la que siempre agradece”… En
ocasiones, una silva ocupa el párrafo final del artículo.
En “El pan y el parte”, su prosa poética alcanza las
más altas cimas. Y siempre el permanente zarpazo de la
nostalgia en la que se agranda el retrato ejemplar del padre.
En su artículo “Otros perdedores” nos dice: Me quedo
con tu ejemplo, tus consejos, tu entereza… y mira qué te
digo, yo creo que perder es siempre bueno, si te acuestas
tranquilo por la noche y ves feliz el sol cuando amanece,
porque seguimos vivos.
Felicito a mis compañeros por el acierto en la elección
de un magnífico escritor y deseo desde hoy igualarme
con el nuevo académico en su magisterio literario y en su
prudente inteligencia.
Paz a todos y muchas gracias.
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Este discurso, editado por la
Academia de Buenas Letras de Granada,
se acabó de imprimir en Granada
el 18 de enero del año 2014,
en el CXLVII aniversario del nacimiento
del poeta modernista Rubén Darío,
en Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones, S.L.,
estando al cuidado de la edición
el Ilmo. Sr. D. José Rienda,
Bibliotecario de la Academia
Granada,
MMXIV