DISCURSO
PRONUNCIADO POR EL
ILMO. SR. DON ESTEBAN DE LAS HERAS BALBÁS
EN SU RECEPCIÓN PÚBLICA
COMO ACADÉMICO NUMERARIO
Y
CONTESTACIÓN
DEL
ILMO. SR. DON JACINTO S. MARTÍN MARTÍN
ACTO CELEBRADO EN EL PARANINFO
DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA
EL DÍA 27 DE ENERO DE 2014
GRANADA
MMXIV
Edita: © Academia de Buenas Letras de Granada
Apartado de Correos 1013
18080 GRANADA
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Imprime: Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones, S.L., Granada
Depósito Legal: Gr-675-2013
DISCURSO
DEL
ILMO. SR. DON ESTEBAN DE LAS HERAS BALBÁS
Oficio de Vísperas
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Excmo.
Sr. Presidente
Excmos.
e Ilmos. Sres. y Sras. Académicos
Señoras
y Señores:
ANTES de comenzar mi discurso,
el corazón manda y la
cortesía
obliga a mostrar mi sincero agradecimiento por
el
inmerecido honor de haber sido elegido como miembro
de
esta noble institución. Que de ello quede constancia.
El
tercer milenio y el desarrollo de las nuevas tecnologías
han
trastocado de tal modo la vida cotidiana que el sistema
de
relaciones y costumbres que nos servía para la convivencia
ha
pasado al desván de lo caduco, donde el polvo
y
el olvido le sirven de mortaja. En apenas treinta años
han
cambiado profundamente las naciones, los mapas, las
familias,
los transportes, la casa y la enseñanza; el trabajo
y
el ocio; alimentos, costumbres, horarios y rutinas. De
aquel
mundo que se nos antojaba permanente sólo quedan
recuerdos,
cachivaches y la memoria del tiempo que el
salmista
dejó escrito en honor de Yahveh para invocar su
nombre
cuando llega la tarde.
Al recordar el pasado,
me dejo llevar por la
nostalgia:
¡cómo iba en medio de
la multitud
y la guiaba hacia la
Casa de Dios,
entre cantos de
alegría y alabanza,
en el júbilo de la fi
esta!
(Versículo quinto del Salmo 42)
Muchas
veces, en estos turbios años, me he acordado
de
aquella tarde inolvidable junto al ciprés del claustro
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de
Silos y, más tarde, el canto gregoriano en el templo
que
para su desventura levantó Ventura Rodríguez sobre
los
cimientos de la primera iglesia románica. Porque los
Oficios
de Vísperas son los del alma angustiada que pide
auxilio
a la divinidad cuando se ve desnortada. La ansiedad,
la
incertidumbre y la zozobra se mezclan con los recuerdos
jubilosos
de un pasado que nunca ha de volver. Es la
constante
eterna del anhelo por recuperar la edad de oro,
la
fuente de la eterna juventud, la imaginaria Arcadia, el
paraíso
de las tres religiones. Esa obsesión por recobrar el
tiempo
dorado y perdido se agudiza cuando los cimientos
del
tiempo presente han perdido su solidez y amenazan
con
derrumbarse.
Son
las Vísperas tiempo de melancolía y también de
angustia
y congoja; horas de inquietud y desánimo, pero no
llegan
a ser el Ofi cio de Difuntos como el que, afl igido y
temeroso,
preparaba el padre Solana en la novela homónima
de
Arturo Uslar Pietri para el funeral del dictador venezolano
Aparicio
Peláez –trasunto del dictador Juan Vicente
Gómez
Chacón–, una obra en la que pinta la historia de
su
país, repetida casi miméticamente en nuestros días con
Hugo
Chávez y Nicolás Maduro, y que es una más dentro
del
amplio repertorio de novelas y escritores que se ha
nutrido
en las vidas de los nuevos césares alimentados por
el
militarismo endémico en la América Latina.
Una
constante en la literatura es la reconstrucción del
tiempo
perdido, el anhelo por sobrevivir a los sueños. Ahora,
en
estos años turbulentos en los que aquello que era sólido
se
ha derrumbado, como nos recuerda Antonio Muñoz
Molina,
parece como si todo tuviera un aire provisional,
caduco,
efímero, como de cambio de época histórica o de
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profunda
crisis de la sociedad, si nos fi amos de los vaticinios
de
quienes estudian el comportamiento de las gentes.
En
su Gramáticas de la
creación, George Steiner nos
dice:
“Hoy en día, en las actitudes occidentales [...] los
reflejos,
los cambios de percepción pertenecen al mediodía
y
al atardecer. En la cultura occidental ya han existido
sensaciones
anteriores del final y fascinaciones por el
ocaso.
Testigos de la filosofía, de las artes, historiadores
de
los sentimientos señalan ‘los tiempos de clausura en
los
jardines del Oeste’ durante las crisis del orden imperial
romano,
durante los temores al Apocalipsis cuando se
aproximaba
el Año Mil, en el comienzo de la Peste Negra
y
en la Guerra de los Treinta Años. Estos movimientos
de
decadencia, de luz otoñal y desfalleciente siempre se
han
unido a la conciencia de los hombres y mujeres de la
decrepitud,
de nuestra común mortalidad”.
Steiner
ha influido notablemente en el discurso intelectual
europeo
desde los años sesenta del pasado siglo.
Desde
que comienza a sentirse “un cansancio esencial en
el
clima espiritual del fi n del siglo XX”; cuando se alargan
las
sombras que nos hacen doblarnos hacia la tierra, pese
al
hecho evidente de que el tiempo y la esperanza de vida
aumentan.
Va desapareciendo aquella idea suya de Europa
como
un café, donde se escribe poesía, se conspira y se
filosofa.
Aquí, en Granada, se salvó el edificio del Suizo,
pero
desapareció aquel salón que acogía el ambiente cultural,
artístico
y político de la ciudad.
En
la hora presente, cuando los más pesimistas o los
más
engolados, siguiendo a Umberto Eco, afirman que
estamos
entrando en una nueva Edad Media; ahora que
sentimos
cómo un sistema de vida está tocando a su fi n,
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cuando
las letras, su estudio y su profesión andan tan mal
paradas
–si bien esta ha sido una enfermedad crónica en
todas
las épocas–, ahora que el mundo editorial se asoma
aterrado
a los ventanales del nuevo día con el temor de
que
sea el último de su actividad; cuando los periódicos
están
en esa profundísima crisis de identidad a la que les
ha
llevado la voracidad y la soberbia de algunas empresas,
dominadas
por una arrogancia desmesurada, alucinadas por
el
mito de las nuevas tecnologías... Ahora que todo esto
ha
abierto las compuertas del miedo y la inseguridad en el
trabajo
dentro de las redacciones, cuando la sobrecarga de
tareas
exige un esfuerzo titánico a los informadores para
mantener
la coherencia, dignidad e independencia de los
medios;
en esta hora es cuando al rayar el alba, con la
tinta
aún fresca en sus páginas, repaso el periódico y me
parece
estar leyendo a los Alonsos de Ercilla del siglo XXI
que,
sobreponiéndose a las adversidades que martirizan su
espíritu
por la precariedad laboral, no dejan que se ahogue
su
profesionalidad, mantienen su independencia y van dando
cuenta
puntual de un mundo que agoniza. Son los últimos
quijotes
del periodismo, que tienen ya al enemigo en casa.
Se
les ha infiltrado con las nuevas tecnologías, con las
modernas
redes sociales, con el pandemónium de Internet.
El
periodismo había logrado convertir el mundo en una
aldea
global. Los medios de comunicación se configuraban
como
factorías de ideas provenientes de su entorno y del
exterior,
que eran procesadas con celo profesional para hacer
partícipe
a la comunidad de los problemas, inquietudes,
angustias
y logros de la misma. Para los profesionales, al
menos
los profesionales de la época –que ahora viven su
atardecer,
sus Vísperas–, la libertad y la independencia han
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sido
siempre su bandera. Más que el cuarto poder era el
contrapoder.
Para el lingüista y filósofo Noam Chomsky, el
papel
de los medios de comunicación debe atenerse a estos
dos
principios: ofrecer una información completa, limpia
e
imparcial y mantener su misión de vigilantes para evitar
que
quienes ostentan el poder atenten contra las libertades
básicas
de los individuos.
Sin
embargo, hay medios que quieren mantener al público
alejado
de los verdaderos problemas de la sociedad
y lo
entretienen con bagatelas. No me gusta en demasía el
periodismo
de muletas, que es aquel que practican quienes,
para
fortalecer sus argumentos, se apoyan en textos de otros
escritores
o filósofos –a los que conceden el principio de
‘auctoritas’–,
pero a veces es necesaria la cita y por eso
traigo
esta que publicaba Arcadi Espada el 12 de octubre
del
pasado año en El Mundo, refiriéndose al diario liberal
El Sol del primer tercio del siglo
XX: “Como negocio
y
como producto intelectual, vivía de una sutil trama de
relaciones
comerciales y culturales que es la que define el
periódico
moderno y que puede resumirse en esa corrupción
feliz
de que lo más leído ayuda a financiar lo mejor
dicho.
Esa interesante trama que el submundo digital está
despellejando
y sin la que tal vez ni Olariaga ni Ortega
habrían
podido llevar a cabo su objetivo intelectual. Y que,
desde
luego, no es la trama exclusiva del periódico sino
del
sistema cultural genérico que empieza a imprimirse
con
Gutenberg”.
A
los espíritus nostálgicos, sensibles y educados, este
ocaso,
este canto de cisne, este estertor, catarsis y derrumbe,
se
les antoja una época soberbia para conocer las debilidades
del
ser humano. Es el tiempo de los perdedores y de las
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derrotas,
el mismo que les tocó vivir a los troyanos frente
a
los aqueos; a los nazaríes frente a los castellanos, o a las
tropas
de Rodrigo en las márgenes del Guadalete. Es una
etapa
épica la que acompaña a los grandes cataclismos y
que
luego otros Homeros y Virgilios, para evitar el olvido,
van
componiendo con el lenguaje de los dioses y los
lamentos
de la edad de oro perdida, con la grandeza de lo
efímero
y la permanente crueldad del ladino y bellaco que
se
hospeda en las sentinas del alma humana. No podemos
cerrar
los ojos ante la evidencia de que la sobriedad, la
gallardía,
la ética y la solidaridad son valores en franco
retroceso
y la confirmación de su pérdida produce en el
ánimo
una infinita melancolía al recordar aquellos buenos
días
perdidos.
El
tiempo es cíclico e invariablemente se repite; los
meses
del calendario y los minutos de los relojes son una
falacia,
porque el tiempo siempre es el mismo y nunca pasa.
Pasamos
nosotros, tontivanos y engreídos, que gastamos la
vida
persiguiendo quimeras y ‘whatssapp’, mientras asistimos
impertérritos
a la nueva ruina de Nínive, olvidados
del
salmista del libro de Nahum que nos avisa de que han
desnudado
a la reina, que “sus servidoras lloran y gimen
como
palomas y se dan golpes de pecho” y que “Nínive
parece
un estanque de aguas, pero de aguas que se van”.
El
tiempo nos marca a todos. A los nostálgicos y
manriqueños
los hace mirar hacia atrás; a los mostrencos
hacia
el presente y a los inquietos y visionarios hacia el
futuro.
Nadie puede atrapar el tiempo, porque sería como
intentar
atraparse a uno mismo. Anochece en la edad de
hielo
de la vejez y amanece en los lloros de una cuna,
pero
siempre permanece inaprensible, inconsútil, volátil
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como
los segundos, festivo como los minutos, bufón como
las
horas.
En
este tiempo de modernos Boabdiles y redivivos
pensadores
ganivetianos, siempre doloridos y siempre pesimistas,
añorantes
de un mundo inaprensible, muchas veces
soñado,
entrevisto en la niñez y sin remisión perdido, es
cuando
se oyen los lamentos de otros Boecios que, ante la
ruina
de la nueva Roma, cual es esta Europa que tan sólida
parecía,
se devanan los sesos buscando una razón ante tanto
desatino
como nos rodea, en el que vemos triunfar a los
malvados
y truhanes, mientras se hunden los justos, que,
al
comprobar tal desafuero, sólo encuentran consolación
en
el desencanto, la decepción y la apatía.
Es
indudable que estamos llegando al final de una era;
que
somos los últimos que vimos el girar de la rueca y el
arado
romano; la colada en el río y las bestias de carga;
el
agua en los aljibes y la mies en los trojes. Pero no
quiero
que estas líneas parezcan unos apuntes para el ya
descartado
Oficio de Difuntos de un sistema de vida y del
tiempo
que marcó el paso por la tierra de nuestra sociedad
en
los últimos sesenta años. Es más bien un viaje por
esos
canales imprecisos de recuerdos donde aparecen unas
pequeñas
capillas de madera, talladas en estilo neogótico,
con
un santo o una virgen en su interior y que marchan
de
casa en casa para recibir una limosna en su ranura y
unas
horas del tímido fulgor que aporta la lamparilla de
aceite;
iconos de la fe de nuestras madres, recuerdos de
aquel
tiempo de penurias, que rotaba entre escarchas y
aquilones;
de pobres azotados por el hambre, con capotes
de
guerra atestados de piojos, que atajaban por trochas
de
fango o sendas polvorientas para llegar con luz a la
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pobrera,
aquel refugio habilitado por la caridad de Lucía
Valcabado,
como decía la placa de la puerta, para dar ‘pan
y
lumbre’ a los menesterosos.
No
voy a fabricar un miserere con aquella memoria
de
silbidos del tren ya anochecido, que traía el aceite de
estraperlo
y se llevaba gallinas y embutidos. Ni de los
atardeceres
junto al río para pescar los barbos de la cena. Y
tampoco
de las largas tardes de domingo releyendo tebeos
de
aventuras, mientras la madre repasa en su revista las
gracias
recibidas por la gloriosa intercesión de San Antonio,
o
se lamenta por el martirio cruel en Indochina del
beato
Valentín de Berriochoa. Una revista de papel posteta
que
se titula El Pan de los Pobres, a la que está suscrita
y a
la que envía peticiones de salud para la abuela junto
al
óbolo que luego se refleja en la sección de ‘Limosnas
recibidas’.
Son retazos de la crónica de lo caduco, de lo
efímero,
de lo que nunca más ha de volver, ni a envolvernos
en
sus recuerdos sin aristas, en sus apacibles horas de
ensueños
solitarios, fantasías sin base, edificios de aire y
casas
de humo.
Todo
aquello, con cantares de siegas y de trillas, los
juegos
infantiles en la plaza, los padres afanosos en los
campos,
las madres en la misa y la novena, los maestros
ganando
una perrillas por dar las permanencias a los mozos,
campanas
que anuncian defunciones y pregones alegres
porque
ha llegado el circo, con funciones de noche en
el
trinquete. Todo aquello era el tiempo interminable en
que
estaban tasadas las labores y los ratos de asueto y el
descanso.
Era el tiempo en que nos colgaban del cuello
escapularios
de la Virgen del Carmen para evitar que el
maligno
metiera en nuestra alma la simiente de la cizaña; el
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tiempo
en que podíamos sacar la bula de la Santa Cruzada
para
eximir a la familia de la prohibición de comer carne
durante
la Cuaresma. Y veo ahora en un viejo cajón de mi
memoria
aquellos pliegos de papel de barba en la sacristía
de
la iglesia, por donde desfilaban las mujeres para pagar
el
estipendio obligado y llevarse a casa el papelón en el
que,
escrito con grandes caracteres, se leía: “Nos doctor
don
Enrique, del Título de San Pedro In Montorio, Presbítero
de
la Santa Iglesia Romana Cardenal Plá y Deniel,
por
la misericordia divina Arzobispo de Toledo, Primado
de
las Españas y Comisario General Apostólico de la Bula
de
Cruzada…”, encabezamiento al que seguía un texto de
letra
menuda que a nosotros se nos hacía indescifrable.
En
aquella sociedad meseteña, pobre y orgullosa, transcurría
la
vida rutinaria que iba marcando el calendario. Con
arados
romanos y yuntas de mulos se arañaban barbechos,
se
labraban majuelos, se trillaba la mies. Se procesionaban
santos
para pedir la lluvia, se oía misa todos los domingos
y
fi estas de guardar, se amasaban hogazas para ayudar al
maestro
en su subsistencia, se bailaban pasodobles en las
fi
estas y se cantaba el miserere en Viernes Santo. Llegada
esta
necesidad de repasar la vida ya gastada y el mundo
fenecido,
me encuentro con la cama del obispo que la abuela
guardaba
en el desván y que había heredado de su abuela.
Tener
en propiedad una cama en la que había dormido el
señor
obispo de Osma fue para ella como poseer las llaves
del
cielo. Conservaba en un cajón de su cómoda las sábanas
y
la colcha que acogieron el sueño de Su Eminencia,
y
que nadie de la familia volvió a usar. La posesión de
aquellas
reliquias era para ella su pasaporte hacia el cielo,
y
les daba más valor que a la Sábana Santa de Turín, al
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Santo
Rostro de Jaén, o al mantel de la Santa Cena que
conserva
en su museo la catedral de Coria.
Es
el peligro que traen estas cosas. Que nos ponemos
a
hurgar en novenarios, sacristías, misales y latines y nos
encontramos
con todo un mundo mágico de reliquias y
trisagios,
envuelto en la fe sencilla y remota, que nos vino
a
esta tierra, generosa en sangre y tacaña en agua, tras las
guerras
de los Escipiones y Perpennas, a lomos de leyendas,
desde
los campos de Palestina. El paso de los siglos fue
ahormando
reglas, costumbres, cánones y dicasterios que
velaban
para evitarnos las penas del infierno. Monasterios,
ermitas,
iglesias y conventos fueron llenándose de exvotos
y
reliquias, a las que la fe atribuía poderes milagrosos. No
todo
templo podía tener un ‘lignum crucis’ o un trozo de la
mandíbula
de San Juan, pero sí llegaba hasta el más remoto
rincón
un pequeño pedazo de la tela que en su tiempo
había
cubierto el cuerpo de un santo, una virgen, un mártir
o
un beato. También mi madre logró, por su constancia en
la
suscripción a El Pan de los Pobres, un mínimo trozo
del
hábito de aquel Valentín de Berriochoa, decapitado en
Vietnam
por defender su fe. Las remembranzas de esta
simple
credulidad, fruto de los tiempos oscuros, producen
una
cierta ternura al recordarlas. Pero cuando notamos que
aquellos
pocos hilos de estameña han sido permutados
por
burdos remedios-milagro anunciados en los actuales
medios
de comunicación, o visitas y consultas a videntes
y
santones, obligado es constatar que algo anda mal en
este
tiempo de cimientos de barro y torres de arena que
se
nos antojaba más maduro.
El
viento de los años se llevó aquella vida y sus afanes,
aunque
no podamos precisar cuándo comenzó el derrumbe
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y
cuánto duró la agonía. Pero en algún momento empezó
a
moverse el tiempo. Más o menos cuando el profesor
de
Latín nos enseñaba a traducir a Horacio. “Si fractus
illabatur
orbis impavidum ferient ruinae”. Asistimos impasibles
al
desplome del mundo que se hundía, aunque
no
adoptáramos aquella impavidez y estoicismo por seguir
los
consejos del poeta que poco después nos animaba a
gozar
del momento presente, sino por pura ignorancia. Y
desapareció
en las cloacas del pasado un estilo de vida que
provenía
de la noche de los tiempos. Arrastró en su caída
al
último latín hablado, que celosamente había guardado
la
Iglesia, y ella misma lo desterró de sus templos porque
llegaron
aires de ‘aggiornamiento’. Así sucumbió nuestra
lengua
madre, que había sido el armazón de Europa y
que
hasta el siglo pasado servía a los ciudadanos de la
Cristiandad
para entrar a la vida y salir de este mundo.
De
aquel modo de vida que llevaba siglos dando vueltas al
tiempo,
mientras el tiempo lo cercaba, que se reproducía
como
las estaciones del año y el calendario festivo, como
la
fl or en los cerezos y el cálido vagido del recental en el
aprisco,
apenas quedan en estos días unos pocos vestigios
que
permanecen en comarcas aisladas, a donde no han
llegado
aún los dinamiteros de la tradición.
Volvimos
por entonces a escuchar de madrugada el
silbido
del tren, que ya no traía aceite y azúcar de estraperlo,
sino
que se llevaba jirones de vidas rotas junto a un
montón
de maletas y paquetes liados con cuerdas en los
que
habían metido sus pocas pertenencias y sus muchos
recuerdos.
También esperaban en el andén, con el viento
racheado
del adiós, vidas jóvenes cuyo único equipaje eran
sus
sueños. Ni los herederos espirituales de Fray Luis de
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León
ni de Horacio, con sus ‘beatus ille’, ni tampoco del
intrigante
obispo de Guadix y Mondoñedo fray Antonio de
Guevara
con su Menosprecio de Corte y
alabanza de aldea
pudieron
retener a aquella juventud que anhelaba horizontes
más
abiertos, ciudades más pobladas, nuevos lugares de
evasión
y más centros de trabajo; todo eso que resumían
en “abrirse
paso en la vida hacia un mundo mejor”.
Por
aquellos viajes sin billete de vuelta, en busca de una
tierra
de promisión nunca alcanzada, muchos nos percatamos
de
que nuestro mundo era más ancho, más ajeno, más
ignoto,
y que teníamos la obligación moral de conocerlo. En
ese
mundo estaba este país, lleno de cicatrices, con llagas
ya
cerradas y otras aún abiertas, con una historia cruel
y
atormentada. Venimos del horrendo pecado de guerras
fratricidas,
avezados caínes desde los prerromanos. La madre
de
todas las batallas aquí tuvo su asiento, con esputos
de
rabia y mezquindades a espuertas. Algaradas, saqueos,
alborotos.
Incursiones, batidas, degollinas sin cuento y sin
cuartel.
Amores imposibles, emboscadas, raptos y celadas.
Una
guerra de siglos sin final, con falcatas y lanzas en su
origen,
con alfanjes y espadas, con derviches y ulemas o
monjes
estrategas y guerreros temerarios, emires caprichosos
y
nobles fanfarrones. Visires, condestables, condes, duques,
reyes
bastardos y príncipes destronados, que llenaron los
viejos
cronicones con sus vidas y hazañas, habían cubierto
de
gloria y luto lo que los historiadores románticos llamaban
el
solar patrio.
De
aquellos terremotos y avatares destacan dos conflic-
tos
que forjaron la historia, apellidada Moderna: La
Guerra
de Granada y la Guerra de las Comunidades, dos
contiendas
románticas y deformadas por los vencedores;
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dos
de los muchos costurones que han forjado, a veces
muy
a su pesar, la historia de estos campos por donde
vaga,
desde la noche de los tiempos, la sombra de Caín
que
vio Machado. Y esta heredad de mansos palomares y
buitreras,
de nidos de cigüeñas y charcas malolientes, de
choperas,
carrascos y encinares, de olivos, de tabaco y de
pinares,
de cantares de gesta y envidias amarillas, se ha
ido
agotando en luchas fratricidas, en polémicas aldeanas,
en
diatribas estériles, para las que no se encuentra una
vía
muerta donde dejarlas aparcadas a la espera de que el
relente
de las nuevas madrugadas las vaya oxidando hasta
que
queden inservibles. Forman como un sarcoma contra
el
que se han quebrado los bisturíes de los cirujanos de
hierro
que de tarde en tarde aparecen con el ropaje de
Ángel
Ganivet o Miguel de Unamuno, de Lucas Mallada
o
Joaquín Costa; de Zubiri, Morente, Ortega, Marías..., de
estos
Alonsos Quijanos que se han esforzado y se esfuerzan
por
insuflar vida –cuando los medios de comunicación les
abren
un hueco– al pensamiento plano de una sociedad
adocenada,
que sólo se despierta ante el ruido del oro, la
voz
de la mangancia, la ambición del pelotazo, la envidia
hacia
quien se esfuerza y destaca, o los enredos de la
picaresca,
que son en definitiva los que han pasado a ser
el
vademécum con el que ir sorteando los badenes por los
que
arrastramos el paso de los días.
Apagados
los velones de la decencia, de la honestidad,
del
esfuerzo y de la ética, la vida intelectual se ha empobrecido
tanto
que la inquietud por el saber se ha refugiado
en
las citas literarias y los pensamientos filosóficos que nos
ofrecen
los sobres de los azucarillos para el café matinal
o
el té de media tarde. No es que nos haya sorprendido
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el
hundimiento de la Sociedad del Bienestar, es que nunca
hubo
tal mundo. No era nuestra seña de identidad obrar y
trabajar
para subirnos al carro de la prosperidad, sino subirnos
al
carro si conseguíamos que otro laborase en nuestro
lugar.
Aquí siempre han abundado los pícaros, que crecen en
tiempo
de penurias, y apenas quedan ya aquellos místicos,
paladines
e hidalgos que vieron Fernand Braudel, Américo
Castro,
Marcel Bataillon o Claudio Sánchez Albornoz. Ahora
nos
toca asumir el estupor y la sorpresa al ver cómo se
derrumba
un mundo que iba a sacudir todas las ataduras
morales,
todos los anclajes con la historia, todo un estilo
de
vida que veníamos arrastrando desde la edad remota y
se
aprestaba a laminar todo vestigio de irracionalidad escondido
en
religiones, costumbres, tradiciones y banderas.
Por
un momento creímos que iban a desaparecer los nacionalismos
y
la mentalidad aldeana, que al ciudadano que
abandonaba
su cama a las siete de la mañana comenzaban
a
preocuparle los mismos problemas ya recibiese la caricia
del
sol en Gdansk o en Palermo, en Oporto o Budapest,
en
Granada o en Estocolmo. Era como si el espíritu de
los
europeístas que venían alimentando la llama de Erasmo
desde
hace quinientos años hubiese comenzado a fructifi -
car.
Y así pudo parecer a algunos iluminados. Así parecía
ser
en el primer mundo, en la Europa que se imaginaba
a
sí misma ya uniforme, limando fronteras, exportando
democracia,
tendiendo redes económicas, modernizando
carreteras
y racionalizando la agricultura. Pero eso no
llegó
a regir en este país, ni en este rincón nazarí, que
lleva
siglos lamiéndose sus heridas.
Este
mal de la piedra, que asuela los cimientos de la
nación,
no es privativo nuestro. Es el modo peculiar de vida
21
que
forma parte de la herencia cultural de los pueblos mediterráneos.
Desde
aquellos aqueos que engañaron a Príamo
con
el caballo de Troya hasta la turbiedad que envuelve a
los
partido políticos, desde la venta de reliquias a los reyes
francos
por comerciantes griegos de Constantinopla hasta
la ‘tangentópolis’
italiana, no hay sino un largo camino,
o
mejor, un estilo de vida que como el estiércol sirve de
sustento
a la sociedad. No podemos caer en la trampa saducea
de
arrojar nuestros dardos sobre la podredumbre de
la
clase política, porque es sólo una pequeña proporción de
esta
calamidad. La descomposición toca a toda la sociedad,
a
todos los medios y a todos los tiempos.
Desde
que amanece, a todas horas, alguien nos informa
de
nuevos descubrimientos, de modernos artefactos que nos
van
a simplificar la vida, de adelantos tecnológicos que nos
librarán
de servidumbres milenarias, de inundaciones mortales
y
de horrorosos naufragios, de hirientes hambrunas y
de
escándalos políticos, de polémicas estériles y proyectos
imposibles.
Y todas las tardes, en este Oficio de Vísperas,
al
repasar el día sentimos que vivimos en la era de la
información
completamente desinformados. Las noticias,
los
rumores, los infundios, los chismes, las patrañas, las
declaraciones,
las confidencias forman una batahola, una
algarabía
mental que nos impide la serena reflexión y el
raciocinio.
El torrente de información que, antes de la
aparición
de este tiempo que declina, se iba articulando
y
ensamblando por los profesionales de los medios, nos
llega
ahora desde cientos de canales, embrollado y confuso.
Los
medios, y la sociedad en general, han aceptado como
mal
necesario tal estado de cosas que está propiciando la
agonía
de la profesión periodística. Aquella fortaleza de
22
este
cuarto poder, aquellos complicados entramados de
sensibilidades
distintas, opiniones contrapuestas, estilos
diferentes,
análisis críticos y humor sarcástico, todo ello
bajo
el paraguas de la independencia, de la que cuidaban
directores
y redactores-jefes con un sentido de veneración
y
entrega mayor que el que han tenido los sacerdotes de
cualquier
religión hacia el Ser Supremo, todo aquello corre
el
peligro de ser arrastrado por la misma ola que antes
había
empapado la arena, con la que aquellos iluminados
construyeron
este castillo. La prensa tiene que dar un nuevo
impulso
a su cometido de comentarista y analizadora de la
realidad:
esa misión de guía que le demandaban y demandan
los
lectores, y reconducir, en un ejercicio de decencia
moral,
esa aceña que ha abierto en su propio edificio a
través
de las ventanas de los opinadores espontáneos, por
la
que llega una avalancha de simplezas y rencores, fruto
de
ganapanes que se convierten en predicadores de frontera,
misioneros
de vicios y pasiones, inquisidores de la
tradición
y jueces de tribunales populistas y demagogos.
Dice
Umberto Eco que “Internet es como la vida, donde
te
encuentras personas inteligentísimas y cretinas. En Internet
está
todo el saber, pero también todo su contrario
(la
ignorancia), y esa es la tragedia”.
Cuando
está a punto de zozobrar la barcaza en la que
navegamos
y cuando a cada hora que pasa vemos cómo
se
difumina la línea de la costa, que creíamos sólida,
nos
sumerge en los océanos de la inquietud no saber con
certeza
si avanzamos hacia un nuevo siglo de las luces o
hacia
una nueva esclavitud. El oleaje de la perplejidad y
el
rebalaje de las suspicacias propician el sentimiento de
pérdida
del libre albedrío, de la capacidad de raciocinio,
23
ante
esta tolvanera de teclas y pulsaciones con la que nos
comunicamos
como autómatas con las yemas de los dedos,
olvidando
la armonía de la palabra hablada, discutida, razonada.
En
esta hora del ocaso muestran toda su grandeza
los
periodistas que aguantan en el bastión filipino de Baler
o
tras las murallas carbonizadas de Numancia defendiendo
su
independencia, frente a los invasores que pretenden
atrapar
hasta nuestro subconsciente.
El
Oficio de Vísperas va tocando a su fi n e intuyo que
me
he dejado arrastrar por la nostalgia hacia los meandros
donde
habitan las ranas de la infancia y los peces indolentes
de
la añoranza, o por las aguas calientes en las que navega
Maqrol
el Gaviero, entre los amores de Ilona y Larissa.
He
sacado de la patria de la niñez a aquel niño que Miguel
Delibes
vio en cualquiera de los pequeños pueblos castellanos
y
que bautizó como Daniel el Mochuelo o Roque el
Moñigo.
Puede parecer un sentimiento otoñal y derrotista,
que
ha olvidado el repaso obligado de la obra de Larra y
de
Clarín, de Roque Barcia o Julián Juderías, de Carmen
de
Burgos, Ciro Bayo o César Silió. Han debido aparecer
en
este escrito los nombres y citas de Julio Camba, Chaves
Nogales,
Paco Umbral, Manuel Vicent, González Ruano,
Zamora
Vicente, Vázquez Montalbán, Antonio Burgos,
Ignacio
Camacho, o Cándido, Campmany o Millás. Y, por
supuesto,
debería haber dejado constancia de la enorme
contribución
de los periodistas y escritores granadinos en
pro
de una sociedad más justa, más independiente, más
libre
y más afable. Una inmensa nómina desde Pedro
Antonio
de Alarcón, los Seco de Lucena, Francisco Ayala,
Melchor
Almagro, Mesa de León o Antonio Gallego Morell
hasta
los viejos compañeros de Ideal que me guiaron en
esta
profesión cuando llegué a Granada de becario hace
más
de cuarenta años, pero se me iban a olvidar cientos
de
nombres. Todos ellos ocupan un lugar en la historia de
esta
profesión, como lo ocupan, de manera preferente, en
mi
memoria. Pero sí es obligado reconocer que todos ellos
ejercieron
el verdadero periodismo –ese oficio sublime y
canalla
que da vida al papel todas las madrugadas– y que
nada
tienen que ver con los predicadores y salvapatrias a
los
que sigue una inmensa multitud sin darse cuenta de
que
los llevan hacia la granja de Orwell.
El
Oficio de Vísperas anuda nostalgias y promesas,
temores
y esperanzas, el sol azafranado de la muerte de
Osiris
y la promesa del alba azul de los Maitines. El
tiempo
seguirá girando sobre equinoccios y solsticios y el
hombre
cambiará otra vez su sistema de vida amoldándose
a
los nuevos tiempos. Mientras llega el día, permítanme
que
recuerde a mi admirada Natalie Wood, recitando unos
versos
de la Oda a la Inmortalidad de William Wordsworth:
Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro
destello
que en mi juventud me
deslumbraba,
aunque nada pueda
hacer
volver la hora del
esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos,
porque la belleza subsiste
siempre en el recuerdo.
Muchas
gracias.
25
ESTEBAN
DE LAS HERAS BALBÁS
San
Martín de Rubiales (Burgos), 1945
Licenciado en Periodismo (1971) y en Filosofía y Letras
(Sección de Historia y Geografía) (1979) por la Universidad
Complutense. Premio ‘Pedro Antonio de Alarcón’ y ‘Seco de
Lucena’ por la Asociación de la Prensa de Granada.
Su vida profesional ha estado ligada al periódico IDEAL,
del que fue subdirector desde 1985 a 2008. En su larga trayectoria
como periodista ha vivido en primera persona los últimos
38 años de IDEAL y ha trabajado en todas las secciones del
periódico, desde el reporterismo de sus primeros años hasta
la etapa de subdirector.
Como historiador coordinó numerosos suplementos especiales
editados por IDEAL con motivo de efemérides granadinas,
como los centenarios de Ganivet y Lorca, los 500 años de
la incorporación del Reino de Granada a la Corona de los
Reyes Católicos, el V Centenario del nacimiento de Carlos
V, la muerte de la reina Isabel la Católica, etc. Precisamente
sobre esta última conmemoración promovió la edición facsimil
del Testamento de la Reina Católica, que se conserva en el
archivo de Simancas, por lo que obtuvo el reconocimiento
oficial de la Real Academia de la Historia. También coordinó
el suplemento de los 75 años de IDEAL, un ejemplar de más
de 400 páginas, en el que se repasaba la historia reciente de
Granada a través del archivo gráfico del periódico y en el que
colaboraron 75 prestigiosas firmas de escritores granadinos o
vinculados a Granada, que evocaban cada uno de estos 75
años de vida del diario y los avatares de Granada en este
periodo de tiempo.
26
Hasta finales de 2008 fue el responsable de Opinión del
periódico IDEAL, donde actualmente escribe una columna
semanal, que se publica los domingos bajo el título de Puerta
Real.
En 1980 fue director de la Hoja del Lunes.
En 2009 dirigió el Centro de Estudios Periodísticos de la
Fundación Andaluza de la Prensa y fue coordinador de su
Aula de Cultura.
Desde hace tres años dirige la revista ‘Cuadernos de la
tarde’, que edita el Gabinete de Calidad de Vida y Envejecimiento
de la Universidad de Granada.
Bibliografía
“Memoria de Juan Martín, El Empecinado”. El Dominical. 1974.
“Mujeres en la vida del Emperador.” Monográfi co de IDEAL sobre
Carlos V. 2000.
“Última visita”. Granada en cuento. Dauro. 2002.
“Verano del 70”. Sólo de amigos. Homenaje al poeta José G. Ladrón
de Guevara. Dauro. 2005.
“Y cerraron la pobrera”. EntreRíos, 2006.
“Bustos, la crónica del alma”. Ayer y siempre. Testimonios en homenaje
a Juan Bustos. Asociación de la Prensa. 2008.
Días de Romero y Oro. Granada, Folio Granada. 2009.
Fondo de almario. Granada, Ámbito Cultural. 2010.
“El garillo”. Cuentos del Vino. Editorial Cylea. 2013.
CONTESTACIÓN
DEL
ILMO.
SR. DON JACINTO S. MARTÍN MARTÍN
29
Excmo.
Sr. Presidente
Excmos.
e Ilmos. Sres. y Sras. Académicos
Señoras
y Señores:
Con la entrada en la Academia
de Buenas Letras de
Granada
de Esteban de las Heras Balbás el periodismo
literario
enriquece a nuestra institución. Esteban de las
Heras,
burgalés de San Martín de Rubiales, es licenciado
en
Periodismo y Geografía e Historia por la Universidad
Complutense
de Madrid. Periodista granadino desde 1971,
ha
sido subdirector del diario Ideal desde 1985 hasta 2008.
Su
magnífico discurso de ingreso causa extrañeza poética
desde
el título Oficio de Vísperas, es decir, trabajo realizado
tras
la puesta del sol después del rezo del Ángelus.
Es
la sexta hora canónica, que comienza aproximadamente
a
las seis de la tarde. La división del día en siete partes
proviene
del siglo VI y tiene su origen en el Libro de los
Salmos
en el que se lee: “Siete veces al día te alabaré”.
La
connotación religiosa da así a su vocación periodística
un
sentido sagrado.
En
este discurso de ingreso, así como en todos sus
artículos
de opinión parcialmente recogidos en su libro
Fondo de almario, recomendable por su alta
calidad
literaria,
se aprecia el mestizaje genérico, en el que el
discurso
descriptivo-argumentativo se mezcla claramente
con
el discurso narrativo. Se impone este bajo la forma
de
microrrelato, texto al que Irene Andrés Suárez defi ne
como
cuarto género narrativo, el eslabón más breve en la
cadena
de la narratividad, después de la novela, la novela
corta
y el cuento.
30
El
nuevo género mixto de la columna se consagró defi -
nitivamente
en España en 1996 cuando Francisco Umbral
fue
galardonado con el Príncipe de Asturias de las Letras.
No
sólo se premió al autor de Mortal y rosa, Trilogía
de Madrid o Leyenda del César visionario,
sino que se
destacó,
sobre todo, la calidad de su columna diaria como
una
permanente lección de arte verbal, y la excelencia de
su
estilo, capaz del vuelco lírico y la sátira contundente.
El
Umbral de Los placeres y los
días es, por antonomasia,
la
creatividad léxica, la consagración literaria del
lenguaje
vulgar, el lenguaje como subversión.
Recordemos
algunos hallazgos geniales: “En casa del
pobre
siempre huele a medicina”, “El pollo es la metáfora
popular
del hambre nacional”, “Las Palmas es un lánder
alemán
con camellos”, “Lagarto, lubina de secano, rúbrica
verde
de Dios en la piedra”, “La Condesa de Chinchón,
nuestra
Gioconda fea”…
Esta
es la forma que se ha impuesto en los artículos de
opinión.
En ABC García Barbeito deleita con una prosa
poética
en la que podemos leer: “al amanecer, donde había
estado
montado el sol, unas fl orecillas abrieron sus botones
y
la mañana estrenó camisa” o “la criatura transparente del
río
era un diario con ortografía de peces.”
También
en ABC de Sevilla se aprecia el costumbrismo
sevillano
de Antonio Burgos, que ofrece una ejemplar lección
de
Literatura Española en su artículo del 16 de enero de
1998
titulado “Sanchez Mejías, con la Generación del 27”.
Manuel
Alcántara, el maestro malagueño, afirma que se
está
viviendo un gran momento del articulismo español.
Alcántara,
para quien la poesía es el género supremo, no
sólo
ennobleció sus columnas con el conocimiento de la
31
mejor
literatura, sino que llevó a sus escritos temas variopintos,
como
por ejemplo el boxeo del que era un gran
especialista.
Hay
diez o doce excelentes prosistas en el periodismo
de
los siglos XX-XXI, opina el escritor malagueño. Estos,
con
la dificultad añadida de la actualidad, deben salpimentar
la
noticia con la poesía, que es intemporal.
Don
Esteban de las Heras Balbás es uno de los grandes
articulistas
junto con, por ejemplo, César González Ruano,
Alcántara,
Umbral, Barbeito, Burgos, Juan José Millás,
Manuel
Vicent, José Luis Alvite, Raúl del Pozo, Ignacio
Camacho
o Martín Ferrand, quien durante años remedió
soledades
con su “Hora 25”.
El
periodista burgalés-granadino domina el juego literario
del
texto que se debate en la antítesis de un pasado
rescatado
en endecasílabos (“con la fl or del almendro
como
escarcha/ y el olor del romero en el ambiente”) y
un
presente de macrobotellones, políticos “barcenados” y
“eremitas”
y pobres genuflexos. Frente a la tradición de los
huesos
de santo, la murga cutre del forastero Halloween.
Frente
a la poética llegada de las cigüeñas al nacer febrero,
la
permanencia de las mismas que quiebra la nostalgia
alimentándose
en los vertederos hasta convertirse en bolsas
de
basuras volantes.
La
mayor parte de sus artículos son contrarios adverbiales,
entre
un “no ya” ennoblecido y un “ahora” soportado,
que
crean una prosa poética tan rica como la de Gabriel
Miró,
la de Muñoz Rojas o la de Juan Ramón Jiménez.
Junto
a la antítesis pasado-presente, el incierto porvenir,
el
temido “tramo de silencio que aún no ha hecho ruido”,
un
futuro imperfecto sometido por el quinto poder, el de
32
los
nuevos fenómenos sociales surgidos en torno a la red
de
Internet.
A
Internet, como ocurrió con la letra impresa, se le concede
el
valor de la infalibilidad. No es un medio inocente.
La
mayor información no garantiza que lo ofrecido sea
veraz.
La alfabetización distraída lo llama Umberto Eco.
De
la novela hemos pasado a la novela corta; de ésta, al
cuento;
del cuento al microrrelato. Esta sudden fiction o
flash fiction debe defenderse ante la “literatura
de azucarillo”,
puesta
de moda en una suerte de enorgullecimiento
de
la ignorancia mientras tomamos un té.
Y
sin embargo todos los materiales pueden ser utilizables.
En
el relato corto “Redes”, Juan Gracia Armendáriz
nos
narra: Una noche soñé que
papá me escribió un SMS.
Decía “Luis, toi solo… xq no vienes a vrme?”(…) Al llegar
a la oficina, encendí el ordenador y busqué en internet una
florería. Encargué un ramo de f ores, di la dirección del
camposanto y el número del panteón familiar. (…) Desde
entonces recibo multitud de mensajes, pero no de papá,
sino de desconocidos. Y todos comienzan del mismo modo:
“Luis, toi solo…”
Entre
un pasado melancólico, un presente soportable y
un
futuro incierto, el periodista de las Heras nunca olvidó
nada
de lo que habían visto sus ojos. Su obra se ancla en
el
recuerdo. Los griegos le llamaban a los poetas “retornos”
y
Esteban de las Heras es un griego, es la memoria, las
vivencias
pasadas por el tamiz del arte de una prosa creativa
en
libertad. Afirma George Frederick Will, periodista en
The Washington Post, que un columnista está
obligado a
utilizar
la libertad. Ese es su trabajo. Su pensamiento, es
decir,
su personalidad, debe expresarse en lo que haga. El
33
columnista
es un artista con una particular forma de ver
la
realidad, con un estilo insobornable.
El
estilo de Esteban de las Heras es el de un escritor
libre,
insobornable, prudente, perfecto conocedor de la
técnica
literaria que aplica al paraíso de la infancia y al
paisaje
de Castilla del mejor Delibes.
Mientras
el “ubi sunt” resuena como tambor hueco, el
maestro
de las Heras, a veces, se oculta entre sus versos
y
los prosifica horizontándolos: “mantiene la pereza en los
relojes”,
“agosto congeló en la madrugada”, “otra vez son
arena
los castillos”, “colgado de la lluvia llega el miedo”.
También
las greguerías adornan sus textos: “febrero, el acné
juvenil
del calendario”. A veces se desgrana una amorosa
letanía
a la fi gura de la madre: “la que todo lo sabe”, “la
que
nunca se cansa”, “la que siempre agradece”… En
ocasiones,
una silva ocupa el párrafo final del artículo.
En “El
pan y el parte”, su prosa poética alcanza las
más
altas cimas. Y siempre el permanente zarpazo de la
nostalgia
en la que se agranda el retrato ejemplar del padre.
En
su artículo “Otros perdedores” nos dice: Me quedo
con tu ejemplo, tus consejos, tu entereza… y mira qué te
digo, yo creo que perder es siempre bueno, si te acuestas
tranquilo por la noche y ves feliz el sol cuando amanece,
porque seguimos vivos.
Felicito
a mis compañeros por el acierto en la elección
de
un magnífico escritor y deseo desde hoy igualarme
con
el nuevo académico en su magisterio literario y en su
prudente
inteligencia.
Paz
a todos y muchas gracias.
34
Este
discurso, editado por la
Academia
de Buenas Letras de Granada,
se
acabó de imprimir en Granada
el
18 de enero del año 2014,
en
el CXLVII aniversario del nacimiento
del
poeta modernista Rubén Darío,
en
Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones, S.L.,
estando
al cuidado de la edición
el
Ilmo. Sr. D. José Rienda,
Bibliotecario
de la Academia
Granada,
MMXIV